En España, la última encuesta del CIS ofrece una flagrante contradicción: el 43% considera que la situación económica es mala y otro 30% la considera muy mala. Pero cuando se les pregunta por su situación económica personal, casi el 60% la considera como buena. La pugna política ofrece una tormenta diaria entre insultos y descalificaciones, que hace bueno el diagnóstico de Otto von Bismarck: “España es el país más fuerte del mundo, porque lleva dos siglos queriendo matarse y no lo ha logrado”. Tenemos una oposición que solo sabe diagnosticar el apocalipsis.
Pero resulta que España es uno de los 15 países más ricos del mundo, con una esperanza de vida que será de 84 años en 2040, una de las más altas del globo. Los informativos se llenan cada día de asesinatos y delitos de todo tipo, pero tenemos una de las menores proporciones de asesinatos: 0,6 por cada 100.000 personas por año, la mitad que en Francia, diez veces menos que en EEUU. “España es el país más habitable del mundo”, dice el prestigioso Simón Kuper, del “Financial Times”. Tenemos algunas empresas entre las más competitivas a nivel global, escuelas de negocio que se sitúan entre las primeras en los rankings, somos punteros en acuicultura, en alimentación y gastronomía. Hasta tenemos una de las mayores proporciones de mujeres en la creación audiovisual y literaria.
Pero los medios compiten en el alarmismo más gratuito, nos azuzan con la incertidumbre y al incentivo perverso de la dopamina. Hay que atraer como sea la atención, pero al final se logra el efecto contrario. El último informe “Digital News Report” del Reuters Institute, nos alerta de que se ha incrementado notablemente el número de personas que eluden las noticias en todo el mundo. Es España, en interés por las noticias ha caído 30 puntos desde 2015. Los medios han sembrado el apocalipsis y ahora lo tiene en casa.
Uno de los mejores expertos mundiales en medios, Jeff Jarvis, acaba de publicar un libro, “The Gutenberg Parenthesis. The Age of Print and Its Lessons for the Age of the Internet”. «Lo que mata la red es el modelo de negocio de los medios masivos, con ello, los medios masivos, y con ello, la idea de masa, un insulto al público, una forma de no conocernos como individuos y comunidades». Su diagnóstico es demoledor, como no podía ser de otra forma. El mundo que reflejan los medios, con algunas notables excepciones de periodismo de alta calidad, es una apoteosis de disturbios, guerras, conflictos, desordenes y ascenso de las dictaduras. La realidad no tiene nada que ver, antes al contrario: el ser humano, tras decenas de miles de años malviviendo de pura subsistencia, lleva apenas diez generaciones con una prosperidad sin precedentes. La pobreza absoluta, que alcanzaba hasta el 40% de la población mundial hace un siglo, está por debajo del 8%, como pone de relieve un reciente libro del economista José Martín Carretero, “El futuro de la prosperidad”.
En esta sopa de dislates, deberíamos tener en cuenta algunos principios básicos, como no mezclar la información con la opinión. Muchos titulares son una vergonzosa vulneración de este sacrosanto principio. Si vamos a cualquier quiosco, podemos ver primeras páginas en la que una misma noticia se titula de manera opuesta, para vergüenza de toda la profesión. Es una aberración llamada periodismo de trinchera. En la era digital, las noticias que tiene todo el mundo son una “commodity” de valor cada día más cercano a cero. Todo el mundo copia a degüello. Se producen brutales sobreexposiciones mediáticas que crean monstruos. La fama sin medida y contención es una daga mortal. Algún ejemplo al azar: unos cuantos medios jalearon hasta la extenuación a un director de cine español llamado Pedro Almodóvar: a medida que crecía su sobreexposición mediática menguaba su creatividad como artista, como se ha podido comprobar. Otro ejemplo de estos días: un futbolista ya muy veterano y amortizado por su club, Gerard Piqué, anuncia su lógica retirada y el dislate futbolero le dedica incontables páginas, superando en extensión durante varios días a la guerra de Ucrania. ¿Hemos perdido el norte? La respuesta se llama distorsión mediática. No es ninguna broma.