El voto electrónico supone una revolución mucho más profunda que la mera eliminación del papel en unas Elecciones: podría modificar la democracia tal y como la conocemos.
Los domingos de Elecciones en España siguen teniendo un característico olor a papel: montañas de papeletas se acumulan en colegios abarrotados de personas que hacen cola ante unas urnas para depositar su voto tras haber sido comprobado su nombre en una lista. Todo muy rudimentario, a pesar de que en los últimos comicios ya hemos visto portátiles para leer DNI electrónicos. La tecnología llega despacio.
En Estados Unidos, la nación que mañana cambiará irremediablemente su historia para bien o para mal, la tecnología va más lejos que un simple portátil: se vota en una máquina. Es el futuro de la democracia, pero en realidad es mucho más que un avance técnico, ya que la tecnología podría cambiar la democracia que conocemos e instaurar un nuevo modelo de gobernanza. Otra disrupción.
“Lo que la tecnología nos permite hoy en día es que podamos volver a pensar en el ciudadano apartando temporalmente el foco de las herramientas. O, dicho de otro modo, que podamos volver a diseñar sistemas de votación donde el ciudadano pueda rescatar su soberanía sin estar sometidos a las barreras de espacio y tiempo, de información y de comunicación, que antaño constreñían el diagnóstico de la voluntad del pueblo, la deliberación, la negociación y la toma de decisiones”, explica Ismael Peña-López, profesor de Derecho y Ciencias Políticas de la Universitar Oberta de Catalunya. Supondría superar el modelo actual de representación para adoptar nuevas formas de gobernanza que podrían eliminar, incluso, los parlamentos.
El experto cita varios tipos de democracia: la directa (en la que se deciden las cosas sin necesidad de pensar), la deliberativa (que crea asambleas para debatir cada asunto de interés para el pueblo) o la líquida (que permite delegar el voto de forma temporal a un intermediario que representará a los individuos que hayan confiado en él, como sucede en las comunidades de vecinos). Añade un modelo más: la ‘democracia 4.0’, donde se establece un sistema representativo que permite recuperar el voto para determinadas cuestiones, que se debatirían bajo un modelo de democracia directa (un híbrido entre la representación y la participación directa e individual). Existe la posibilidad de plantear un sistema que mezcle todas las opciones: representación, acción directa y delegación temporal. Tal vez demasiado jaleo para parlamentos incapaces de ponerse de acuerdo en un año o para ciudadanos dubitativos sobre su voto, a juzgar por lo que dicen en las encuestas y lo que finalmente reflejan en las urnas.
¿Qué tiene que ver todo esto con la tecnología?
Llegados a este punto, esa sería la pregunta más razonable. Es complicado contestarla, así que lo único que podemos hacer es observar el mundo que nos rodea. Pensemos, por ejemplo, en las redes sociales: ¿acaso no han sido capaces de derribar a políticos o forzar determinados actos políticos? ¿Acaso no son artífices del éxito de algunos partidos emergentes? Y una tercera pregunta: ¿piensa alguien que la ‘jornada de reflexión’ tiene sentido en la era de Internet y las redes sociales?
Esos serían cambios de calado que probablemente tarden mucho tiempo en llegar a nuestras democracias. La tecnología será el vehículo que, una vez más, se encargue de cambiar las reglas del juego. Tal vez incluso veamos nuevas formas de ejercer el poder con la tecnología como alimento: ¿por qué no pensar en un sistema digitalizado en el que el propio pueblo plantea las políticas y el propio pueblo las vota? Un modelo basado en constantes votaciones para cualquier tema de interés, rompiendo con el sistema de legislaturas por cuatro años. La tecnología abarata al máximo el coste de votar, por lo que se podría votar cada mes, cada semana e incluso cada día con seguridad, desde el móvil, con libertad. Desde cualquier lugar el planeta y a cualquier hora. Una democracia basada en los ‘me gusta’, ilimitados, sinceros, abiertos y constantes. Una democracia social para la era del Internet social (en la que, por cierto, determinados actores aparentemente neutrales tienen más peso del que pensamos y recopilan datos que suponen verdadero oro para el sistema).
Bajando a la tierra, lo cierto es que la tecnología ya forma parte de la democracia. Si algunos países más avanzados ya permiten votar en máquinas, la mayoría de ellos ya aplican la tecnología al proceso interno de gestión de los votos. Y en ese punto España tiene un papel importante a nivel global, dado que Indra es la empresa encargada de gestionar estos procesos en muchos países que han decidido confiar en la tecnológica española. En el fondo del asunto está el considerable ahorro de costes que permite la tecnología, incluso en modelos tradicionales basados en papeletas y urnas, y la seguridad que proporcionan los procesos digitales. En el horizonte, la plena adopción de nuevas herramientas como el Blockchain, que podría suponer el final de los observadores internacionales en comicios sensibles.
El único punto débil de la tecnología es que, tal vez,
no pueda hacer mucho por mejorar los candidatos que se presenten a algunas Elecciones. O sí:
puede que un robot lo haga mejor que un humano.