Cuando los teóricos de la Economía empezaron a plantearse la pregunta de hasta qué límite puede un país endeudarse, pasó algo parecido. Inicialmente, se decía que dicho límite estaba en un tercio del Producto Interior Bruto. Cuando los países fueron en la práctica superando este límite teórico, la teoría fue cambiando. Que si hasta el cincuenta por ciento del PIB. Que si al setenta... Hasta que llegaron a otra solución igualmente irrefutable: algo así como que "un país se puede endeudar en la medida en que puede seguir endeudándose para pagar sus deudas".
Nunca la deuda soberana de países como Irlanda, España, Francia o, incluso, Alemania (si descontamos un repunte en 2010) ha sido tan alta como en estos momentos. España, con una deuda pública equivalente ya al PIB para el año que viene, destinará 35.490 millones de euros a pagar sólo los intereses de la deuda contraída. Sin embargo, si atendemos a lo que se publica en la prensa española, parece que la única opción inteligente (si exceptuamos la de que alguien defina, como pretende hacer Podemos, algo así como que "deuda es lo que yo digo que es deuda lícita") es seguir endeudándose para aumentar el gasto público. Y es verdad que nunca, tampoco, los tipos de interés han estado tan bajos. Solo se acercaron a los niveles actuales justo antes de la crisis iniciada en 2008.
Al propio John Maynard Keynes, que propuso el incremento del gasto público para reactivar la economía tras la del 29, le achacaron que sus políticas eran insostenibles a largo plazo (por la inflación que suponen, por el endeudamiento público...). Su respuesta ha pasado a los anales de la teoría económica: "En el largo plazo, estamos todos muertos". Fue él mismo quien se quejaba de que los políticos son siempre "herederos de un economista muerto". Pero ahora es él el muerto, nosotros los que tenemos que lidiar con otra gran crisis y, quienes abogan por seguir a Keynes, no aclaran si pretenden hacerlo hasta la tumba. Seguir agrandando la deuda supondría dejar que la bola de nieve que hereden las generaciones futuras se vaya haciendo más y más grande.
La otra opción, la de reducir el gasto público, trae el problema de por dónde se recortan los presupuestos. Qué partidas. España había vivido una época de vacas gordas antes de la crisis. El Estado recaudaba más que nunca, no solo porque había más gente cotizando que nunca. La burbuja inmobiliaria llenaba también las arcas de los ayuntamientos. Y había más dinero que nunca. Claro, media España había pedido un adelanto de veinte años sobre su sueldo en forma de hipoteca para dárselo a la otra media, formada por los trabajadores de la construcción (en muchas zonas, un tercio de la fuerza laboral) y por constructores con más o menos escrúpulos y, eso sí, habituados al despilfarro. España iba bien. Pero, ¿a que nadie recomendaría hoy a alguien que pida un préstamo para pagar su hipoteca y que se endeude ab infinitum? ¿Por qué, en cambio, es lo que se le pide al Gobierno que haga?
Se le puede pedir al Estado que construya más pantanos, más kilómetros de alta velocidad o que vuelva a cambiar las aceras de media España con otro plan E. Pero que los medios dejen de presentar esta opción como la única posible. Y de presentar el objetivo de reducir el déficit como la obsesión de una despiadada Merkel. Porque lo inteligente es hacer lo que decía el doctor Samuel Johnson: "Tengas lo que tengas, gasta menos". Y esto que, para las cuentas de un particular, nos parece obvio; para las de un gobierno, si nos atenemos en lo que se publica en la prensa española, es irracional, condena a España a la crisis y va a arruinar los servicios públicos.
Incluso en Alemania, la política de austeridad de Merkel está empezando a recibir críticas. Sobre todo, se le acusa de querer pasar a la historia como el primer gobierno que consiguió el "gran cero negro", como dicen allí. O sea, un balance sin números rojos. Sin déficit. Como consiguió España en 2006 y 2007 (¿de qué valió?, podrá preguntarse ahora). A costa, eso sí, de un estancamiento en la economía. Hace veinte años, la izquierda acusaba al FMI y al Banco Mundial de condenar a una espiral de deuda a los países del Tercer Mundo que recurrían a su ayuda. Ahora no es un país del Tercer Mundo, sino Alemania, el que intenta salir (y, de paso, quiere sacar también a toda Europa) de esa espiral de deuda. Nunca dijo que sin esfuerzo.
Keynes dio otra respuesta antológica cuando, en una rueda de prensa, le afearon que impulsara ideas contrarias a las que con anterioridad había defendido. "Cuando el mundo cambia, mi mente cambia... La suya, ¿qué hace?", le espetó al periodista. Podría ser una buena definición de inteligencia. Nietzsche proponía medir esta por la manera en que alguien expone las teorías opuestas a las suyas. Según este método, pocos son los que en la prensa española han entrado en este debate con un mínimo de inteligencia, y sí con oportunismo y demagogia.
Nietzsche, por cierto, se sorprendía de por qué nadie había considerado medir la salud de un organismo por la cantidad de parásitos que es capaz de soportar. Medida así, la economía española no está tan mal. Pero ese es otro tema. ¿O no? Desde los políticos que cobraban comisiones por adjudicar obras hasta quienes aceptaban (o exigían) parte del pago en negro al comprar o vender una vivienda, ha sido tal la sangría, tanta la gente que tiraba piedras sobre "los muros de la patria mía", que lo raro es que sigan en pie. Pero es más fácil echar la culpa a Merkel.