Cuando estaba exiliado en la Isla de Santa Elena, el que había sido el hombre más poderoso de Europa, se encontraba un día demasiado pensativo y callado, ante lo cual su lugarteniente le preguntó: ¿qué le pasa a su majestad? Ante lo cual Napoleón respondió: “Es que extraño el tañir de las campanas de mi Iglesia”.
Lo que el antiguo gran capitán de los ejércitos franceses quería significar, es que cuando pasamos revista en nuestra consciencia a los actos que hemos llevado a cabo a lo largo de la vida, sea por arrepentimiento o por descubrimientos tardíos de cuál era la verdad, la persona siempre vuelve a los lugares comunes y recuerdos, como una regresión en el tiempo que le haga sentir más humano. A veces, una forma de expiar sus pecados.
El hombre que sostenía que “para pensar hay que pensar a lo grande”, o al que al desfilar con sus ejércitos en pleno Valle de los Reyes en Egipto, ordenó a sus huestes el famoso ¡”Salud soldados…que cinco mil años os contemplan!”, en el epílogo de su peregrinar por este mundo, tiene necesidad de expresar un sentimiento que le haga más terrenal, como sabiendo que el final de su vida está próximo. Puede concluirse que la consciencia finalmente pone a cada uno en su sitio, más allá de las glorias obtenidas.
El escritor norteamericano Malcolm Dalkoff relató en una ocasión, que un día de octubre de 1965, su maestra de lengua y literatura en la escuela de enseñanza media les dio como tarea leer el libro “Como matar a un ruiseñor” de Harper Lee.
El ejercicio literario consistía en escribir un capítulo que fuera a modo de continuación del final de la novela. Fue esta tarea que por simple que parezca y como una más de las tantas que encargan los maestros, la que predispuso y condicionó al mismo tiempo el futuro de ese niño que se convertiría años más tarde en un escritor consagrado.
Los buenos líderes saben perfectamente el poder que tiene la palabra. Muy especialmente una palabra oportunamente dicha. A todas las personas siempre hay una palabra, un ejemplo, una orden, un comentario, una anécdota, que le hacen cambiar el punto de vista, la visión que habían tenido hasta ahora de las cosas, de su mundo.
Esto ocurre en el mundo empresarial, en el estudiantil, en el familiar.
Lo que parece más simple, lo que parece menos científico, es al final, la guía, el elemento ejemplar que determina un cambio de actitud.
Muchos cambios de actitud se han debido al observar y escuchar a otros, al seguir un ejemplo, al leer un párrafo de un libro…en suma: al incorporar una visión nueva a nuestra vida.
Estos dos valores de nuestra especie, conviven a diario entre nosotros aunque a veces no nos percatemos de ellos, en frases como “es que no tiene consciencia” o “me gusta lo que dice y cómo lo dice” o también “si todo el mundo tuviera su nivel de consciencia otro gallo cantaría”, etc.
Además, la palabra emana de la consciencia, como diría Noam Chomsky, porque es un mecanismo articulado que depende de que primero nuestro cerebro haya emitido un pensamiento inteligente.
Y éste una vez en el “exterior” de nuestra cabeza, se convierte en vehículo de comunicación y entendimiento entre las personas. Sin consciencia no hay palabras, mucho menos comunicación posible.
De ahí que una buena comunicación en las organizaciones, en las esferas de la política, en instituciones, etc., solamente requiera de una materia prima, pero fundamental: un nivel cognoscitivo suficiente para que nuestras acciones se realicen bajo el único precepto que las debe condicionar: la verdad. Tener consciencia de ello.
Sin verdad no puede haber justicia…lo que significa que tampoco puede pedirse una consciencia social por omitir u ocultar dicha verdad.
Cuando la palabra se construye soportada en la verdad, no hay ejército capaz de vencerla. Además, desde la escritura cuneiforme hasta los smart-phones, han sido siempre las palabras las que han transformado y siguen transformando nuestro mundo.
Consciencia, palabras y después política. No en sentido inverso.
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