Influenciados por la presión social ante el Covid-19, aceptamos las normas, aunque muchas veces no las compartimos
El impacto sanitario (tanto desde el punto de vista médico como epidemiológico) nos está pasando factura psicológica (impacta en la psicología social) porque es evidente que ha tenido y seguirá teniendo durante unos meses una influencia en nuestros comportamientos sociales e individuales.
La sociedad ha cambiado en su conducta (no podía ser de otra manera) con la primordial finalidad de protegerse del contagio y las consecuencias que el Covid-19 puede traer para la salud, cuando no la muerte.
Y su letalidad es la que ha terminado impactando en nuestra percepción de una realidad que por más que queramos hacerla menos grave sigue siendo trágica.
¿Qué es lo que nos dice la psicología social al respecto? ¿Por qué es que ha tenido tal efecto también a nivel individual?
El proceso de evolución y picos mayores y menores de esta pandemia, ha conllevado un comportamiento de los individuos directamente influenciados por la presión de grupo.
Aunque veremos que es una presión en dos niveles.
En primer lugar, si bien sabemos que estas situaciones están estudiadas por la psicología social, veamos las razones que se dan para ello:
- No son pocas las personas que dicen haberse sentido observadas (también juzgadas) por no respetar la normativa, sea la distancia social o el uso de mascarillas.
- En esos momentos, ¿el individuo tiende a adecuarse al conjunto y adoptar los mismas conductas o prioriza lo que cree oportuno? Sin duda, actúa según la corriente de opinión en una amplísima mayoría o por razones de normativa legal impuesta por la autoridad competente.
- Frente a este tipo de situaciones límites, como una pandemia, no es que podamos decir que el individuo es poco coherente con sus principios o su forma de pensar, o cómo él actuaría en otras circunstancias.
Porque bajo estas coordenadas es normal que se deje llevar por los demás, porque se genera un patrón de conducta universal en el que existen una serie de factores contextuales que hacen que todos los individuos se vean arrastrados a ello.
Sin duda, se está actuando por un temor generalizado a las consecuencias que para nuestra salud pueda tener, si tenemos la mala suerte de contagiarnos.
Pero el auténtico enemigo social que está modificando e influyendo en estas conductas (más bien el elemento más destructivo) es la incertidumbre social.
Por tanto, en el primer nivel en el que opera la influencia del grupo social se produce un contagio en los patrones de conducta. Pero en el segundo nivel el elemento más perturbador para la psicología social e individual es la persistencia de una sensación de incertidumbre permanente que se ha instalado entre nosotros y que a ciencia cierta, no sabemos cuánto tiempo va a durar.
Esto nos lleva a una preocupación primordial por la superación sanitaria a escala de toda la sociedad (no sólo individual de cada familia y persona), porque todos sabemos que si persiste esta situación también se agravará mucho más la otra preocupación que opera en un segundo nivel: la economía.
¿A qué llamamos incertidumbre social?
Puede decirse que se produce cuando una sociedad se enfrenta a situaciones ambiguas (que no está nada claro el por qué se producen determinadas situaciones de crisis), que se ve notoriamente aumentada por la ignorancia y/o desconocimiento sobre el factor y/o factores que están alterando la estabilidad de ese sistema social de convivencia.
Cuánto más se desconoce el factor y/o factores que llevan a una situación de crisis como la que estamos atravesando, la incertidumbre no sólo es mayor, sino que difícilmente se despeja hasta que se perciba por la ciudadanía que se está dando una respuesta acertada, por ejemplo, en esta segunda ola de pandemia.
Pero claro, puede que además nos esté acechando (lo que muchos científicos y expertos dicen) una tercera ola en breve, lo que este solo dato dispara más incertidumbre y disconformidad social, lo que hace que más que nunca las influencias en los comportamientos están muy interconectados.
Y el Covid-19 cumple todas las papeletas en este sentido, de seguir acechando y creando incertidumbre: es un tipo de coronavirus del cual no se conoce a ciencia cierta aún su origen, ni cuáles deben ser los tratamientos más eficaces especialmente para personas más vulnerables (edad avanzada y patologías previas).
Además es complejo en sí mismo desde el punto de vista epidemiológico y biológico, dicho por la comunidad científica.
También asusta y nos impacta en la generación de más incertidumbre porque al ser tan novedoso, sobre el cual no hay antecedentes de actuación ni normas claras a las que someterse como con otros virus como el de la gripe, genera una dosis importante de ansiedad, o sea más incertidumbre.
Ante estas situaciones el individuo siente una tendencia desmedida por aceptar el comportamiento mayoritario puesto que su juicio personal se considera como poco competente o incluso incompetente al respecto.
Veamos otro ejemplo que nos ha ocurrido con la incertidumbre producida por el Covid-19
En cuanto se inició el proceso de confinamiento y también cada vez que desde alguna autoridad competente de una Comunidad Autónoma se confinaba determinada región, sobrevenía en los ciudadanos el afán de abastecerse de alimentos por ese miedo a lo que no se sabe qué va a pasar (cuánto tiempo se va a permanecer en esta situación).
Si bien el abastecimiento de alimentos estaba asegurado a largo plazo, la inseguridad que nos viene al cuerpo alimentada por esa incertidumbre colectiva (psicología social activada en su fase más negativa) nos hace creer que nos vamos a quedar sin alimentos, que hay que salir corriendo a los supermercados a hacer acopio por lo que pueda ocurrir.
¿Hemos actuado racionalmente o influenciados por una presión social irracional?
Evidentemente el miedo se convierte en estas situaciones en pánico (menos mal que no para la mayoría) en la medida que las autoridades competentes no informen debidamente y con sentido de oportunidad.
O sea, el pánico hay que desactivarlo, aunque esto no significa que se desactive al mismo tiempo ese sentimiento de incertidumbre referido. Desde ya que el mejor desactivador de la incertidumbre es un buen liderazgo político, que sea creíble y genere confianza en los ciudadanos.
En la medida que la curva de contagios se vaya doblegando y se pueda llegar a niveles de mortandad estadística aceptables (nunca es aceptable la muerte), la psicología social desactivará poco a poco esta incertidumbre, influenciada mayoritariamente por ese sentimiento de la población que estará más tranquila cuando perciba que las autoridades están acertando y diciendo la verdad. Por tanto, el liderazgo entra a ser un elemento decisivo en la desactivación de presión psicológica social que produce la incertidumbre.
Que no vean conflictos políticos partidistas sino una sana preocupación por la salud pública y que la única batalla a librar sea contra el Covid-19.
Fue Solomon Asch, que como pionero en psicología social con sus investigaciones de grupos de personas y sus reacciones ante determinadas circunstancias, especialmente en situaciones ambiguas, llegó a la conclusión que en las diferente clases de fenómenos a los que se enfrenta el ser humano, tiende a observar su alrededor y utilizar esa información contextual para llevar a cabo una toma de decisiones.
En muchas situaciones de nuestra vida cotidiana seguimos normas sociales y nos conformamos (sucumbimos a la presión de grupo), pero no por ello modificamos nuestras opiniones personales, lo que nos viene a decir que a nivel privado no aceptamos la situación.
O sea, que como en el caso del Covid-19, aceptamos lo que nos imponen, pero la diferencia con las investigaciones de Solomon Asch (si las hiciera en 2020), es que en cierto sentido aceptamos la influencia del contexto porque no tenemos constancia de que haya otra respuesta mejor que dar a la pandemia (al menos hasta que no haya vacunas).
Por tanto, toda aquella influencia negativa referida más arriba que nos aumenta la incertidumbre, nos lleva a actuar no como una actitud imitativa de la corriente (por el sólo hecho de seguir a la mayoría) sino porque sabemos que es lo único que de momento conocemos para proteger nuestra vida.
O sea, nuestra instinto de supervivencia es más fuerte que la disconformidad psicosocial que en otras circunstancias hubieran podido darse.
En otros términos: si no fuera letal el Covid-19, nuestro comportamiento sería muy distinto, por más que fuera una epidemia muy importante que colapsara la infraestructura sanitaria.
Hechas estas consideraciones, concluyamos entonces que:
1º) No hay que preocuparse ni buscar fantasmas donde no los hay, abusando de una disconformidad estúpida, quejándonos de medidas que debemos adoptar (exigencias normativas) porque está en juego no sólo nuestra vida sino la de los demás, a quiénes no tenemos derecho alguno en poner en riesgo.
2º) Que debemos seguir extremando las precauciones y especialmente en el largo puente al que nos enfrentamos en diciembre, que no se convierta en un nuevo detonante de rebrotes que nos hipoteque las Navidades porque los comportamientos en una mayoría significativa hayan sido irresponsables.
Venceremos finalmente al Covid-19 desde la firme convicción que a esta fase tan larga (ocho meses es demasiado) le falta aún un último esfuerzo para que podamos llegar a una situación sanitaria de muy pocos casos por cada cien mil habitantes.