Las redes sociales son un mundo paralelo, pero con importantes conexiones con la vida real. Cuando nacieron prometieron ser un lugar de encuentro para llevar a sus últimas consecuencias la libertad de expresión, y lo cierto es que durante mucho tiempo fueron vistas con recelo por regímenes de dudosa reputación democrática precisamente porque amplificaban los mensajes de la disidencia. De ahí que muchos países las bloquearan o prohibieran, sobre todo cuando demostraron su verdadero poder en el mundo real con la Primavera Árabe. Pero poner puertas al campo no es sencillo, máxime cuando el campo sigue siendo de libre tránsito en otros países. Por eso, algunos gobiernos han optado por ceder ante las redes sociales y permitir que la gente siga volcando en ellas sus ideas y pensamientos... mientras se encargan de intoxicar el ambiente.
A pesar de que todavía no se ha podido demostrar que Rusia influyera en las Elecciones estadounidenses de 2016, lo cierto es que fue el punto álgido del debate sobre las noticias falsas y su viralización en redes sociales gracias a ejércitos de bots y trolls. Mucha gente, sobre todo adolescentes sin nada que perder, se hicieron de oro vertiendo mentiras en Facebook o Twitter, lo que ensució la reputación de unas compañías ya apuntadas con el dedo por su laxitud respecto a la privacidad y dejó al descubierto el presunto entramado político y económico que se esconde detrás de las mentiras que buscan contaminar a la opinión pública.
Pero el poder de las redes sociales se demostró mucho antes, concretamente con Obama y en 2008. El ahora expresidente de los Estados Unidos tejió una acertada campaña en redes sociales para arrastrar votos, lo que ayudó a que llegase a la Casa Blanca. Fueron las primeras elecciones en las que un candidato se había echado en brazos de estas plataformas para ganar, y lo había conseguido.
La imitación a su estrategia por sucesores de todo lugar, sin embargo, se centró más en desacreditar a los oponentes que en construir junto a la gente. Y ese descrédito terminó por convertirse en la dinámica habitual en estas plataformas, donde la humillación, el insulto y el linchamiento público se han convertido en arma habitual de varios gobiernos, a través de expertos en redes sociales, para acallar voces críticas. No son pocos quienes han tenido que abandonar estas plataformas después de ser objeto de amenazas, ataques y montajes creados para desacreditar. La justicia tuitera es implacable e irreversible. Y eso lo saben los gobiernos.
'Bloomberg' detalla en un reportaje cómo ejércitos de trolls actúan bajo paraguas de gobiernos y partidos políticos para enfangar las redes sociales y obtener votos o asentar sus ideas. El populismo ha encontrado en estas plataformas el caldo de cultivo perfecto para cristalizar. Y ni siquiera es necesario desembolsar mucho dinero, ya que muchos radicales están dispuestos a colaborar gratuitamente por el bien de su causa. Otros lo hacen a cambio de beneficios gubernamentales.
La conjugación de excesivo tiempo libre, radicalismo, nada que perder y anonimato son el arma perfecta para llegar a masas ávidas de noticias alternativas. Por supuesto, la psicología humana tiene su parte de culpa, ya que las fake news explotan las grietas de la sociedad para, mediante las emociones, canalizar sus mensajes de manera efectiva. Aunque no todo es culpa del ser humano, y la propia configuración técnica de las redes sociales termina amplificando los mensajes tóxicos y perjudicando a los verdaderos.
Cuando hablamos de ciberguerra, generalmente nos referimos a ciberataques capaces de bloquear un país por la paralización de sus infraestructuras tecnológicas. Pero lo cierto es que hace tiempo que en las redes sociales se está librando una guerra digital mucho más peligrosa: la que desacredita el sistema para crear un nuevo orden que dirijan radicales bajo la promesa de devolver a las masas la libertad supuestamente robada por el establishment. Una efectiva estrategia sin planes de futuro, más allá del poder inmediato y a cualquier precio.