El principal fabricante de microprocesadores para ordenador del mundo, Intel Corp., anunció la semana pasada una gran reestructuración de la empresa para enfocarse más a este tipo de servicios. A pesar de unos beneficios trimestrales crecientes, de 2.050 millones de dólares, los cambios van a suponer el despido de doce mil empleados en todo el mundo (más de una décima parte de sus 107.300 trabajadores). Según informó la empresa en un comunicado, hará esta reestructuración “para acelerar su evolución de una compañía que fabrica ordenadores personales a una que impulsa la nube y millones de objetos inteligentes conectados a internet”. El llamado ‘internet de las cosas’.
Qualcomm, que aventaja a Intel en el sector de los dispositivos móviles, obtuvo unas ganancias de 1.600 millones en el primer trimestre, aunque redujo las ventas un 20% respecto al mismo período del año anterior (en el que despidió a tres mil trabajadores). Sus microchips, que traen la parte de radio integrada, son el corazón de los teléfonos de Samsung o, al menos hasta ahora, de Apple, por ejemplo, aunque la competencia está creciendo y algunos fabricantes de telefonía están empezando a fabricar sus propios microprocesadores.
Fabricantes de hardware como Apple han ido, cada vez más, ofreciendo servicios. Y fabricantes de software, como Microsoft, se han metido también a hacer terminales (y que, aunque todavía no lo ha anunciado, prepara nuevos despidos en Europa). Ambos negocios están relacionados. Lo que ha visto el usuario es cada vez aparatos más potentes y más pequeños. Lo que no ha visto es centros de datos cada vez más grandes y sofisticados, como el de Google en Finlandia, que utiliza agua fresca del Báltico para su refrigeración.
Las ventajas de los servicios ‘en la nube’ son muchas: accesibilidad a mis datos y archivos desde diferentes dispositivos, posibilidad de compartirlos y trabajar en red con ellos, seguridad ante pérdida, robo o deterioro de mis terminales o aparatos... Pero las verdaderas ventajas son para los proveedores, no para el cliente final. Porque ellos manejan y explotan los datos. El problema es que la metáfora de la nube es engañosa. Cuando ‘subimos’ algo ‘a la nube’ no lo elevamos a un sitio etéreo y ubicuo, sino que lo guardamos en una gigantesca instalación industrial que requiere inversiones de miles de millones y que pocas empresas se pueden permitir. Nos reímos al ver esos ordenadores iniciales que ocupaban una habitación entera, pensando que nuestro smartphone tiene millones de veces más capacidad de computación. Pero esas salas no han sido cada vez más pequeñas, sino cada vez más grandes. Y hoy las llamamos ‘la nube’.
Dai Edwards, alumno de Alan Turing, frente a una de las computadoras pioneras de la Universidad de Manchester en 1949, a la que llamaban ‘el bebé’.