Las ciudades con preeminencia al coche han llegado a un punto de deterioro inasumible, mucho más ahora que el acuerdo sobre el cambio climático de París obliga a tomarnos la contaminación como un reto inmediato y global. El maridaje incestuoso y contra natura de la ciudad y el motor de explosión ha producido un sinfín de monstruos en un planeta abrumado. Es hora de repensar y rediseñar las urbes con un centro de competitividad económica y de convivencia cívica fundado sobre otras bases. Tal meta va mucho más allá de lo que nos propone el Plan Nacional de Ciudades Inteligentes basadas en la industria TIC.
Madrid es ahora una de las ciudades más contaminadas, más ruidosas y más sucias del mundo, regida por una exjuez septuagenaria con buena voluntad y escasos conocimientos técnicos para el enorme desafío al que se enfrenta. Además, es una ciudad con aspectos muy problemáticos para la competitividad económica en la era digital. César Molinas nos cuenta en “El País” que Madrid es la excepción entre las principales capitales europeas que tienen acceso inmediato al transporte marítimo o fluvial. “Madrid estuvo aislada durante siglos de los flujos económicos. Así las cosas, la villa acogió la Corte”. “La manera de prosperar por el favor político sigue siendo la misma”, dice Molinas. Y esta concepción de los negocios se ve reflejada, por ejemplo, en el palco del Bernabeu.
En otro extremo de la concepción cosmopolita, “The Wall Street Journal” nos ofrece un largo reportaje sobre cómo Nueva York está acumulando datos sobre los hábitos, la salud y la seguridad de sus ciudadanos para hacer frente a sus enormes desafíos. Está enlazando las redes informáticas municipales, desarrolla numerosas nuevas aplicaciones para hacer públicos los datos digitales e instala miles de sensores para controlar la calidad del aire, del agua, el tráfico urbano y el uso de la energía. Nueva York está configurando un diseño sostenible que podría convertirse en un modelo para las ciudades digitales de todo el mundo.
Pero tal vez uno de los ejemplos más interesantes no esté tan lejos: desde 1999, la ciudad gallega de Pontevedra ha experimentado un cambio profundo muy significativo. Un pequeño libro recientemente presentado ilustra cómo, “de ser una ciudad incómoda, áspera y anodina, se convirtió en una ciudad cómoda, agradable, más justa y equitativa”. El alcalde Miguel Anxo Fernández Lores ha sido uno de los impulsores de esta transformación, en la que se han implicado enormemente los vecinos, siguiendo principios del “placemaking”. Pontevedra es una ciudad relativamente pequeña, de 51.000 habitantes. El centro de Pontevedra triplicaba, en 1996, la intensidad de tráfico del centro de Madrid y quintuplicaba la del centro de Londres. Una de las primeras medidas fue la supresión de la ORA, medida contraproducente que había fracasado estrepitosamente, ya que los sistemas de pago por circular o estacionar son económicamente discriminatorios. Pontevedra ha logrado reducir las emisiones de gases en una tasa superior al 50%. También el ruido urbano se ha rebajado enormemente. En vez de dar preeminencia al vehículo y al motor de explosión, se ha determinado que el modo natural de desplazarse por un espacio urbano es caminando. “Es lo más cómodo, lo más seguro, lo más sano y, por lo tanto, lo más inteligente”, dice el librito “Pontevedra, otra movilidad, otra ciudad”. La velocidad se ha limitado a 30 kilómetros por hora en toda la ciudad, pero al haber muchas menos demoras por retenciones y atascos, el tiempo medio por desplazamiento se ha rebajado en más del 80% en la ciudad, llegando al 95% en el centro. La proporción de viajes a pie o en bicicleta llega al 72% del total, de los cuales un 66% son a pie y el 6% restante en bicicleta. Cada pontevedrés redujo sus emisiones de CO2 más de kilo y cuarto diario. La ciudad gallega revirtió el fenómeno de la suburbanización. Un 33% de los habitantes prefiere vivir en el centro urbano. Las sanciones por exceso de velocidad se han reducido a cero. La comunicación a los ciudadanos es un elemento crucial de este cambio. Así ha nacido, por ejemplo, Metrominuto, con mapas de más de 40 itinerarios por zonas históricas o naturales de entre 390 y 7.960 pasos. El caso de Pontevedra ha sido de tal trascendencia que ciudades europeas como Florencia, Cagliari, Jerez, Carballo, Toulouse y Londres han seguido algunas de sus pautas.
Hay muchos más vectores para rediseñar las ciudades sobre bases de innovación. Por ejemplo, la Economía del Compartir, cuyos exponentes más conocidos son Uber y Airbnb. Es de destacar el informe Debbie Wosskow, encargado por el gobierno británico, que propone nada menos que Gran Bretaña se convierta en la primera economía del mundo para compartir, con Londres como capital. Amsterdam, Seúl y Victoria en Australia, son ciudades que se han colocado en vanguardia en esta tendencia. Mientras que el actual gobierno de España y muchos alcaldes, que exhiben un notable analfabetismo digital, ponen toda clase de impedimentos y prohibiciones a esta nueva economía, la tendencia avanza imparable por todo el mundo. La Economía del Compartir debe ser regulada de manera sensata, pero su simple prohibición es un desatino sin futuro.
Toda ciudad rediseñada para el siglo XXI debe plantearse incrementar notablemente la economía creativa sobre la economía global, debe mejorar la equidad interna de la ciudad según el índice Gini, debe aumentar la autonomía alimentaria del municipio y la vida de las cosas, fomentando la economía circular, sin basuras. La conducción autónoma de los coches eléctricos y la revolución industrial de la impresión 3D, son otros ejes de un cambio que obligatoriamente debe ser disruptivo. Formalicemos de una vez el divorcio entre el ciudadano y el motor de explosión.