Son muchas las anécdotas cotidianas que nos ayudan a gestionar mejor nuestra vida personal y profesional. No cabe duda de la importancia de las pequeñas cosas, las más simples y sencillas, que son las que al final de cuentas condicionan todas nuestras acciones.
Es el caso de una mujer recién casada que llegó a la granja familiar de su marido y en el jardín de atrás de la casa observó la existencia de una roca que sobresalía del césped varios centímetros, rompiendo según su gusto la armonía ya que era de un feo color naranja apagado y tenía unos treinta centímetros de diámetro.
- ¿No podríamos sacarla? – preguntó la mujer después de que la golpeara con la podadora y se rompieran las cuchillas.
- ¡No! Siempre ha estado ahí – dijo su marido y su suegro estuvo de acuerdo.
- Creo que está enterrada a mucha profundidad – añadió el suegro. – La familia de mi esposa ha vivido aquí desde mediados del siglo pasado (1850) y nadie ha podido sacarla – continuó.
En realidad nadie había intentado siquiera sacarla creyendo firmemente en que la generación anterior ya lo había intentado. El paisaje seguía siendo el mismo aunque en la familia se iban produciendo los cambios. Nacieron sus hijos, crecieron y se fueron de casa. Su suegro murió. Tiempo después, también murió su marido.
Ya se encontraba sola en la casa y frente a su paisaje. Entró en una nueva etapa de su vida en la que tenía que enfrentarse a su nueva condición y fue entonces cuando comenzó a prestarle atención a su entorno, pues era más fácil cambiar éste que su situación en la vida. Comenzó a fijarse en el jardín como se fija una mujer en su casa cuando recibe visitas inesperadas. Detectó cientos de pequeñas imperfecciones y se dedicó a eliminarlas una por una.
Sin embargo, según su criterio y lo que había sostenido desde el primer día que llegó a la casa, aquel rincón del jardín nunca tendría buen aspecto, al menos mientras esa roca estuviera ahí para proteger los rastrojos y las malas hierbas. Se dirigió entonces al cobertizo en busca de una pala. Estaba decidida a desenterrar aquella roca.
Se preparó para lo que pensaba iba a ser una larga jornada de trabajo, como la que quizás habían experimentado las generaciones anteriores que trataron de quitarla. Estaba decidida a desenterrar la roca aunque le llevara todo el día hacerlo. Pero lo notable, es que logró sacarla en escasos cinco minutos.
Había estado a unos treinta centímetros de profundidad y era unos quince centímetros más ancha de lo que parecía. La aflojó con ayuda de una palanca y la subió a la carretilla. Se quedó estupefacta. Aquella roca había estado ahí desde tiempo inmemorial. Cada familia había creído a ciegas que la generación anterior había intentado quitarla, pero en vano. Como la roca se veía grande y parecía alcanzar gran profundidad, habían dado por sentado que era fuerte e inamovible.
La roca inamovible y las ideas que se forjan en la vida respecto de determinadas personas y hechos
Nos ocurre con mucha frecuencia que nuestra opinión sobre ciertas personas que se han granjeado un respeto porque se les considera muy capacitados y experimentados, en realidad es sólo por apariencias.
Se les trata con gran deferencia y se les atribuye un conocimiento por esta impresión que se tiene de ellas pero que en realidad no se corresponde con sus logros reales, de igual modo, asumimos determinados hechos como incontestables porque siempre han sido considerados de determinada manera, a pesar de que las evidencias actuales puedan cuestionarlos.
Ella sabía en su interior que, a pesar de haberla “derrotado”, la roca anaranjada se había ganado su respeto. No podía arrojarla sin más detrás del granero, de modo que la llevó al cobertizo, donde aún pudiera contemplarla desde la casa. Todavía ve la roca todos los días, pero ahora le parece algo bueno en su pequeño paisaje. Su paisaje distinto al que había cuando estaba toda la familia.
Es un recordatorio de que cada generación debe buscar sus propias respuestas
He respetado algunos párrafos originales de este relato de Janet Fithian, del Philadelphia Inquires, porque mejor no podían expresarse. Pero esta historia de principio de los 70 me ha servido durante años en mis cursos. Hemos cometido siempre, generación tras generación, el error de presuponer que hay cosas que no deben cambiarse o que, si se intenta hacerlo, no es para la mejora sino que se está directamente atacando las costumbres, tradiciones y, en términos profesionales, el cuerpo de doctrina vigente.
Pero los que hemos tenido el privilegio de formar nuevos profesionales durante tres décadas, debemos quitarle a los nuevos talentos que irán ocupando posiciones de liderazgo, aquellos tópicos y prejuicios que lo único que hacen es condicionar y demorar el necesario cambio social.
Cada generación, como recuerda Janet Fithian, da sus respuestas con mayores o menores dificultades, siempre y cuando no se la coarte en su libertad de acción y no se le impongan principios y valores que se creen son inmutables. Porque si alguna certeza se tiene en un mundo de incertidumbre, justamente es el cambio.
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