¿Sabe usted que fingir una determinada posición o persistir en una actitud que es fabricada y no auténtica, nos hace sufrir y nos produce un desgaste por querer aparentar lo que no somos?
Las consecuencias de no mostrarnos como somos, como persona auténtica con sus errores y virtudes, antes o después nos llevan al más rotundo de los fracasos. Ejemplos de estas conductas las hemos experimentado todos; a veces, incluso, muy de cerca. No cabe duda que, en algún momento de nuestra vida, hemos adoptado una actitud de este tipo creyendo que hacíamos un bien o que nos iría mejor.
Persona auténtica es sinónimo de buen liderazgo
En el mundo de los negocios siempre ha imperado la regla de las apariencias, transmitir ciertos valores como la solvencia, formalidad, seguridad, etc. Pero esto es fácil de sostener cuando es el valor de una marca o la potencia de una organización la que interviene en una negociación. Los números no aparentan, sencillamente son.
En cambio, en la interacción humana, estamos más proclives a no querer mostrarnos como es cada uno, como si tuviésemos vergüenza de transmitir lo que realmente somos. Aquí empieza la incomodidad con nosotros mismos porque, con frecuencia, tendremos que llevar nuestra actuación demasiado lejos.
Cuánto más auténticos somos en nuestras actitudes, más cómodos estaremos con nosotros mismos. Y lo que es importante: nos cansaremos mucho menos por no tener que improvisar continuamente y asumir posturas que no son las nuestras naturales.
La forma más simple de verificar en qué tipo de actitudes se manifiesta la autenticidad de una persona, justamente, es en el debate de ideas, sean que estén circunscritas o no exclusivamente a las tareas que están realizando las personas (equipo) en su trabajo.
He visto defender opiniones de manera apasionada y sin hacer ningún tipo de concesiones, llegando a un estado de enojo y creando un ambiente de tensión entre las personas del grupo. Están las que hacen la defensa con vehemencia porque sus convicciones le hacen creer que llevan razón, pero sin enfrentarse al resto. Las primeras se transforman, cambian su carácter, incluso asumen actitudes violentas porque no soportan que se les contradiga y terminan “atacando” a quiénes disienten con ellos. ¿Quién es más auténtico, la persona que se enoja y responde atacando, o la que termina cediendo frente a la defensa vehemente de aquellas?
Podría decirse que el que se enoja es más auténtico que el que cede. Pero en realidad, cuando tensa una discusión para que prevalezca su posición personal, lo que le ha gobernando es más su egoísmo y el interés por mostrar al grupo que ha vencido. El que ha cedido para evitar que la discusión se vaya de cauce, casi siempre ocurre que es más reflexivo, prudente y por lo menos deja expuestos sus puntos de vista. No enfrentarse abiertamente con el enojo sino con argumentos le hace auténtico, porque no entiende otra forma de debatir un problema.
Entonces, un camino seguro para que cualquier persona pueda convertirse en un buen líder, independientemente de sus facetas técnicas y experiencia, es cuidar de entre todos los valores que caracterizan al liderazgo el ser una persona auténtica.
Los buenos líderes siempre se han caracterizado por elevados niveles de autenticidad. No les gusta mentir, sino decir la verdad aunque duela. Se granjean un prestigio porque si algo es merecedor de respeto en una persona, es su vocación por enfrentarse a la verdad sin tapujos. No solamente decir la verdad, sino sostenerla. Esta es –valga la redundancia- la auténtica autenticidad del buen liderazgo.
Ser auténtico le habilita para expresar sus sentimientos, incluso sus dudas. Porque si hay una apreciación errónea sobre el liderazgo y los grandes líderes es que son personas duras y que no se derrumban jamás. Nada más falso porque, justamente, su sensibilidad y sentido de justicia les ha aupado a su posición de líder.