La construcción del relato necesita de distintos mecanismos según el grado de cercanía o alejamiento del medio objetivo. Estos van desde ordenar qué se quiere publicar a un medio amigo hasta el engaño, si lo que se busca es desacreditar al periodista o cabecera opositora.
Mucho ya se escribió – y se seguirá haciendo – sobre la obsesión de Néstor Kirchner. primero, y su sucesora y viuda, Cristina, después, de editorializar la realidad. Es decir, que el relato que nace y sale de los despachos oficiales represente la realidad, no lo que sucede en las calles.
La pauta publicitaria oficial es el instrumento más utilizado por su eficacia para acallar voces molestas o para mantener medios con poca difusión, lo que los convierte en unidades económicas inviables, pero amigos del poder. El problema que se les plantea a los escribas oficiales es que no toda la prensa cae bajo la seducción del dinero fácil, el que proviene del propio Estado. En las redacciones de esos medios no cuaja el relato oficial. Los escritorios están ocupados por periodistas que, para desgracia de muchos funcionarios, se toman muy en serio la función de informar a la sociedad con imparcialidad, que no los exime, claro está, de cometer errores, como en cualquier otra actividad profesional.
Esta posibilidad tan humana – la de equivocarse de forma involuntaria – puede convertirse en una excelente herramienta de (in)comunicación oficial. Provocar el error del periodista dándole una información falsa para luego desmentirlo acusándole de mentir, de manipular a la opinión pública. Poner así ante el público en evidencia lo siniestros que pueden llegar a ser los medios hegemónicos, que casualmente son aquellos que no comparten el relato oficial.
El periodista de La Nación, Jorge Fernández Díaz, cuenta que un redactor llama a un portavoz de un funcionario influyente y le pregunta si es cierto que firmó una resolución clave en materia económica. El portavoz le confirma que su jefe lo hizo y le adelanta incluso las líneas generales del texto. El redactor está escribiendo la nota, continúa Fernández Díaz, cuando un compañero que viene de la calle lo saluda y descubre que va a publicar una mentira: casualmente acaba de tomar un café con un legislador que pertenece a la mesa chica de ese funcionario. “Hace una semana Cristina (Kirchner) nos ordenó que diéramos marcha atrás con la resolución”, le reveló. A continuación, Fernández Díaz se hace la pregunta obligada: “¿Qué hacer entonces?” El escenario: dos fuentes de primer orden informan dos cosas contradictoras. El editor finalmente titula “Dudas sobre un proyecto oficial”. Excelente salida. Pero lo mejor estaba todavía por llegar. Fernández Díaz retoma la historia y revela que al día siguiente el legislador confía al cronista que estaba conversando aquella misma noche en el petit comité con el funcionario influyente cuando entró su portavoz y le dijo: “Engañé a los diarios. Así mañana salimos a desmentir que firmaste los papeles y a demostrar una vez más cómo mienten los medios hegemónicos”. Todos se reían, destaca Fernández Díaz.
El periodista de La Nación subraya que si bien es sabido que los funcionarios de cualquier gobierno intentan vender información falsa a los periodistas, “nunca el cuerpo profesional de los diarios se había topado con una estrategia montada directamente para desacreditar al periodismo”.
Para Fernández Díaz, hoy el objetivo son los periodistas y no sólo perjudicar al político rival o políticas de la oposición.
Si el engaño cuajó, los locutores convertidos en periodistas o “analistas imparciales” terminarán el trabajo lanzando todo tipo de acusaciones contra el medio que intentó engañar la opinión pública mediante mentiras. El círculo se cierra y las risas aumentan en intensidad.
Aunque, a fuerza de ser sinceros, esta última faceta de la estrategia – o máquina de triturar periodistas, como la denomina Fernández Díaz - nos suena familiar en España. ¿O no?