El referéndum ilegal del 1 de octubre no hubiera pasado de pantomima si no fuera por la pésima comunicación de Rajoy y su equipo, en contraste con la acertada estrategia de la Generalitat para vender su mensaje al mundo.
¿Qué imágenes recuerdas del referéndum catalán del 1 de octubre? Probablemente a un antidisturbios dando una patada a un inocente votante, a una persona sangrando en un colegio y a miles de ciudadanos armados con papeletas enfrentándose a las porras y las pelotas de goma de las fuerzas de seguridad. En definitiva: a un gobierno que busca decidir en las urnas su futuro frente a otro gobierno que se lo impide a porrazos. La realidad podría llevarnos a pensar que simplemente vimos a un gobierno violando la constitución de un Estado soberano y haciendo caso omiso a requerimientos judiciales, ante lo cual los Tribunales habían pedido a las fuerzas de seguridad la paralización de todo acto constitutivo de delito. Pero la realidad importa poco, sobre todo cuando existen múltiples realidades en las que ni siquiera es relevante la verdad. Nunca realidad y verdad han estado tan distanciadas, del mismo modo que nunca España y Cataluña han estado tan separadas. Y todo gracias y por culpa de la comunicación.
Lo que vimos el 1 de octubre no es más que el resultado de una estrategia de comunicación, información y desinformación minuciosamente diseñada durante años, y que ha culminado con éxito en parte debido a la inestimable e increíble ayuda del Gobierno de Mariano Rajoy. La Generalitat ha sabido jugar sus cartas y convertir en manifestación democrática sin precedentes, aplastada por las fuerzas de seguridad de un gobierno opresor, lo que tiene más tintes de golpe de estado que de democracia. Porque no ha importado que las leyes que dieron cobijo al referéndum fueran aprobadas con nocturnidad y saltándose el propio Reglamento del Parlamento de Cataluña, dejando desnuda a la oposición. Tampoco que fueran suspendidas por el Tribunal Constitucional. En juego estaba algo tan simple como un eslogan: "Votar no es delito". Es imbatible.
Allanar el terreno
La estrategia de comunicación catalana comienza hace siete años con una serie de movimientos enfocados a propagar por el mundo las aspiraciones nacionalistas y su justificación. La estrategia era bicéfala, pues cada público necesita sus propios mensajes. Así, mientras que a los corresponsales extranjeros se les abrió una vía de comunicación constante, transparente, cercana y profesional, fruto del esfuerzo de Raül Romeva, a los ciudadanos se les simplificó el mensaje para facilitar su comprensión. A los periodistas, "Independencia de Cataluña: oportunidades y amenazas para la economía catalana". A los ciudadanos, "España ens roba".
La estrategia no solo se centró en la prensa y en la calle, sino que buscó calar entre gobiernos extranjeros. De nuevo, el mensaje era bicéfalo: mientras a nivel internacional se tejía una red (Diplocat) que buscaba mostrar al mundo la realidad política de la Cataluña actual y la futura, en casa se configuraba un ecosistema de medios afines a la causa independentista. En ambos casos a base de dinero público, pero esa es otra historia. Por supuesto, funcionó: hoy, el 'procés' cuenta con aliados internacionales (que no dan la cara todavía) y los medios muestran un mensaje unísono que arrincona hasta el ostracismo a quienes osan llevar la contraria al discurso oficial.
Transformación democrática
Con el terreno abonado de información y crecientes apoyos, el siguiente paso era pasar a la acción. La convocatoria del referéndum no llegó a traición, aunque sí con una estrategia que jugaba con la ley para aprovechar cada plazo y evitar su inmediata suspensión. Para ello, la Generalitat contaba con el inestimable apoyo del Gobierno, que ya había dejado claro por activa y por pasiva cómo iba a actuar. Parece evidente que la transparencia hace daño al PP. También la falta de ella, porque mientras la Generalitat se había ganado a los corresponsales extranjeros y tenía a sus personajes peregrinando por los platós de la BBC o la CNN, Rajoy y los suyos se encerraban en la legalidad y eran incapaces de explicar a unos y otros la realidad del 'procés'. Ni estaban ni se los esperaba, a pesar de que un par de power points hubieran bastado para desbaratar la gran farsa que se esconde detrás del exitoso país de piruleta que ofrecen los gobernantes catalanes a un pueblo arrasado por la crisis (y no necesariamente por Madrid).
El caso es que se convocó el referéndum y el Gobierno corrió a llevarlo a los Tribunales. Las ideas se hacían realidad, y ni la ley ni la Justicia serían impedimento para llevarlas a la calle, donde una coreografía ciudadana perfectamente organizada logró involucrarse en los preparativos de la votación mientras la Generalitat luchaba contra los constantes ataques de las fuerzas de seguridad para lograr sacar las urnas a la calle y permitir que la gente expresara su opinión. La titánica lucha de un pueblo sin recursos, ya sea por el expolio al que lo somete España o por la intervención de sus cuentas para evitar que el dinero que obtiene del Fondo de Liquidez Autonómica fuera malgastado en la organización de un delito. La búsqueda de democracia frente a un gobierno europeo que cierra webs, requisa papeletas y prohíbe anuncios de televisión. No había nada que hacer, Mariano.
Pijamas y porras
A pesar de la presión, el pueblo catalán estaba decidido a votar, a decidir. Porque, recordemos, "votar no es delito", viole o no la Constitución y aunque el resultado de la votación vaya a ser una declaración unilateral de independencia. Aquí importaban las fiestas de pijamas que, entre cuentacuentos y sesiones de juegos, involucraban a padres e hijos en una divertida noche en el colegio celebrando la democracia que esperaba al amanecer. Entonces, llegaron las urnas y comenzó la votación, negada hasta la saciedad, antes, durante y después, por un gobierno que se escudó en la policía porque no había sabido hablar. Y entonces descarriló el 'procés' no porque hubieran llegado demasiado lejos y Puigdemont y compañía tuvieran todas las papeletas (nunca mejor dicho) para ser procesados, sino porque el Gobierno, a pesar de tenerlo todo a su favor, mordió el azuelo catalán.
La estrategia era sencilla: los catalanes iban a votar y lo harían de forma pacífica. A lo sumo, barricadas frente a algún colegio, tractores bloqueando el paso de la policía y cadenas humanas para evitar que las urnas fueran requisadas. Del otro lado, un refuerzo extraordinario de antidisturbios de la Policía Nacional y la Guardia Civil, en ocasiones alojados en un barco adornado con dibujos de Piolín, para impedir que un pueblo expresase su opinión en las urnas. Legalidad (votar) contra legalidad (Constitución). Con porras de por medio.
En cierto momento, las fuerzas de seguridad cumplieron con el mandato judicial y comenzaron a retirar urnas. En ocasiones, sí, a porrazos. Son las imágenes que
han dado la vuelta al mundo, y que contrastan con
la actuación (cuando la hubo) de los Mossos, que simplemente hacían algunas preguntas, levantaban acta y se marchaban del lugar entre los aplausos de la población y eventuales regalos de rosas. A veces, incluso entre lágrimas, las mismas que sembraban las
opresoras fuerzas españolas que buscaban prohibir a toda costa una votación que se produjo, diga lo que diga Rajoy. Cómo se haya producido no importa en absoluto. De hecho,
desde el punto de vista de la comunicación es irrelevante que algunas personas votaran varias veces, que se pudiera votar desde Madrid o que todos pudiéramos ver en televisión urnas en la calle en las que meter la mano era más fácil que engañar a las masas. Lo único relevante de la jornada fueron el antidisturbios dando una patada a un inocente votante, a una persona sangrando en un colegio y a miles de ciudadanos armados con papeletas enfrentándose a las porras y las pelotas de goma de las fuerzas de seguridad. Ahí se
ganó la independencia de Cataluña, al menos la justificación de la misma, y ahí perdió España.
No hizo falta un referéndum, pues a nadie importa un resultado previsible que ni siquiera conocemos y que probablemente nunca conoceremos. Solo hizo falta una cámara de televisión y una política de comunicación acertada, frente a un Gobierno del PP que ha demostrado su analfabetismo en la era de la comunicación digital.