Andaba yo leyendo una información sobre la gran acogida que ha tenido el nuevo artefacto de Apple entre sus seguidores y, por una de esas asociaciones extrañas de mi loca cabeza, busqué en Google qué puede suceder en el planeta en los 60 minutos que bastaron para agotar el producto en su periodo de reserva en EEUU.
Y llegué a esta información, que refleja datos de Save the Children, en apenas el tiempo que se tarda en teclear la palabra E-S-P-A-N-T-O en el Smartphone y compartirla con el hashtag #solidaridadglobal o #enpiefamélicalegión
El caso es que 300 niños mueren cada hora en el mundo
a causa del hambre. Niños como los suyos, querido lector
como los míos, pero con mucha peor suerte…
En fin, iba a seguir escribiendo palabras afligidas pero, de nuevo, mi cerebro hace de las suyas y un concepto interrumpe mi borrosa línea de pensamiento: independentismo. Ésta ha sido la palabra más repetida en las tertulias de los últimos días y quizás por eso se haya colado en este texto sin llamar a la puerta.
Ya que ha entrado, que pase al salón y preguntémonos si está invitada, la independencia -así, en genérico- como exaltación de lo propio frente a la otredad, no estará en el origen de buena parte de nuestros males. Quizás el ensimismamiento individual y colectivo –también cierto autismo digital- nos esté arrastrando a todos hacia la boca del monstruo.
Seré raro, pero los anuncios de ese popular almacén de muebles desmembrados me causaban una gran tristeza por su reivindicación de la república independiente de la casa de cada cual. Mi padre fue ebanista y desconfío del “hágalo usted mismo” cuando se trata de la cama en la que pretendo soñar cada noche.
También cuando se refiere a la construcción de una sociedad difícil de ajustar con sólo una llave Allen.
Por eso me declaro dependentista con proyección geográfica planetaria e, incluso, universal y éstas son mis razones:
en el origen, antes de la Gran Explosión que dio lugar a todo lo que conocemos, todos fuimos uno, semilla del futuro que somos hoy y que ya es pasado.